martes, 13 de octubre de 2015

SAN EDUARDO EL CONFESOR, REY

"Venid, benditos de mi Padre, a tomar posesión del reino que os está preparado desde la creación del mundo". (San Mateo 25, 34).

San Eduardo el Confesor

Eduardo, por sobrenombre el Confesor, era sobrino del santo rey Eduardo el Mártir, y fue el último rey de los anglosajones. El Señor reveló en un éxtasis su futuro reinado a un santo personaje llamado Britualdo. Los Daneses, que devastaban a Inglaterra, le buscaron para matarle, por lo que, viéndose obligado a expatriarse cuando sólo tenía diez años, marchó a la corte de su tío, el Duque de Normandía. Allí, entre todos los incentivos de las pasiones, fue tal la integridad de su vida, la inocencia de sus costumbres, que causaba admiración a todos. Desde entonces se vio brillar en él extraordinaria piedad que le llevaba a Dios y a las cosas divinas. De temperamento mansísimo, sin ninguna ambición de mandar, se refiere de él este dicho: "Prefiero no reinar nunca a recuperar mi reino por la fuerza y con derramamiento de sangre".
 
Pero una vez muertos los tiranos que habían quitado la vida y el trono a sus hermanos, fue llamado a su patria y coronado en medio de aclamaciones y de una alegría general. Puso todo el empeño que pudo por borrar las huellas del furor de su enemigo, comenzando por la religión y las iglesias, reparando unas y levantando otras nuevas, dotándolas de rentas y de privilegios; pues su primera preocupación era el ver reflorecer otra vez el culto de Dios que tanto había disminuido. Afirman todos los autores que, obligado por los señores de su Corte a casarse, guardó virginidad con su esposa, virgen como él. Su amor y su fe en Cristo fueron tales, que mereció ver en el Santo Sacrificio como Jesús le sonreía y brillaba con un resplandor divino. Se le llamaba generalmente el padre de los huérfanos y de los desgraciados, porque su caridad era tan grande, que nunca se le veía más contento que cuando había agotado el tesoro real en favor de los pobres. 
  
Fue ilustrado con el don de profecía, y recibió luces de lo alto sobre lo que estaba por venir a su país; hecho notable entre otros: conoció sobrenaturalmente en el mismo instante en que sucedió, la muerte de Suenón, rey de Dinamarca, ahogado en el mar al embarcarse para invadir a Inglaterra. Ferviente devoto de San Juan Evangelista, tenía por costumbre no negar nada de lo que le pidiesen en su nombre; y un día el mismo Apóstol, debajo de las apariencias de un mendigo cubierto de harapos, le pidió una limosna y el rey, al no tener dinero, sacó su anillo del dedo y se le ofreció al Santo, quien poco tiempo después se lo devolvió a Eduardo a la vez que le anunciaba como próxima su muerte. El rey, prescribió oraciones por sus intenciones propias y, efectivamente, murió con toda piedad el día anunciado por el Evangelista, a saber, el 5 de enero del año de la redención 1066. La fama de sus milagros rodeó su tumba, y al siglo siguiente, Alejandro III le inscribió entre los Santos. Pero el culto de su memoria en la Iglesia universal, en cuanto al Oficio público, le fijó Inocencio XI en este día, ya que en él se abrió su sepulcro después de 36 años y se encontró el cuerpo incorrupto despidiendo un suave olor, siendo luego trasladado a la Abadía de Westminster que él fundó.
 
MEDITACIÓN SOBRE LA FELICIDAD DEL HOMBRE EN ESTA VIDA
I. Tres cosas pueden hacernos felices, tanto al menos cuanto lo podemos ser en este lugar de destierro. La primera es la buena conciencia: sin ella, ni los placeres, ni los honores, ni el cumplimiento de todos nuestros deseos podrían contentarnos. Si tienes el alma pura, todo lo desagradable que pueda sucederte no debe turbarte. ¡Qué consuelo poder decirse: Hago lo que depende de mi para estar bien con Dios! ¿Puedes, tú, con verdad, decirlo? ¿No te reprocha nada tu conciencia?

II. La segunda condición para ser feliz es abandonarse generosamente a la providencia de Dios, consagrarse a Él sin reserva, no querer sino lo que El quiere y recibir de su mano con agradecimiento el bien y el mal, pues lo uno y lo otro son efectos de su bondad. "Las aflicciones, el ayuno, las enfermedades, no son penosos para los que los soportan, sino solamente para los que los reciben a disgusto". (Salmo).

III. La tercera condición es considerar cuál es voluntad de Dios en todo lo que nos acaece. Dios tiene sus designios y el demonio los suyos. ¿Cuál es designio de Dios en esta enfermedad que te envía? Que la soportes con resignación, mediante el pensamiento de la muerte y del paraíso. El demonio, por lado, quiere arrojarte en la impaciencia y en la murmuración. "Dios es tan bueno que no permitiría más que sucediese ningún mal en el mundo, si no fuese Lo suficientemente poderoso como para sacar bien del mal". (San Agustín).

Conformidad con la voluntad de Dios. Orad por los que os gobiernan.

ORACIÓN
Oh Dios, que habéis coronado con la gloria eterna al bienaventurado rey Eduardo, vuestro confesor, haced, os Lo suplicamos, que honrándolo en la tierra, podamos reinar un día con él en el cielo. Por J. C. N. S. Amén.

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