sábado, 1 de octubre de 2016

VELAD, ¡OH MARÍA!, POR LA IGLESIA

Discurso del Cardenal Alfredo Ottaviani con motivo del centenario de la última aparición de la Inmaculada Virgen María en Lourdes.
 
Cuando San Juan Evangelista termina el relato del milagro de Caná, adopta esta firme expresión: et credíderunt in eum discípuli ejus (Jo. II, 11). No cuando lo siguieron, sino ahora, comienzan a creer sus discípulos en Él: su fe nace en Caná. Nuestro Señor, para justificar su inhibición a la Virgen que insistía sin cesar, le participó un secreto divino, una disposición de la Providencia: «Mi hora no ha llegado todavía», nondum venit hora mea (Jo. II, 4), o sea, el momento fijado por el Padre Celestial para que su Hijo cumpliese su primer milagro público y encendiera (por así decirlo) la fe en sus discípulos, empezando la era pública y manifiesta del nuevo reino y del nuevo tiempo; la edad, si se me permite, de la eternidad en el tiempo, de lo divino en lo humano, época que, solamente de modo intimo y secreto, se inició cuando Verbum caro factum est. Empezaron, pues, por María, los triunfos de aquella fe por gracia de la cual el hombre se convierte en hijo de Dios. Si hubo una hora establecida en un acuerdo fijado de antemano en el seno de la Divinidad, esta hora fue anticipada por María. Este poder del ruego de María ante la Divina Omnipotencia no nos sorprende, oh hermanos, verdaderamente, pues Jesús fijó en aquel abismo de humildad, el vértice de la máxima grandeza posible en humana criatura. Lo antedicho nos prueba que no fue por casualidad que María, por quien Jesús fue dado a los hombres, estuviera presente -y con qué importancia- en Caná y que estuviese presente el día de Pentecostés. Mujer humilde, la más humilde de todas las mujeres, nos dio a Jesús y sigue dándonoslo, siendo, en cierta manera, la imagen y el ejemplo, el símbolo y el modelo de la Iglesia, virgen también ella y. madre de Jesús en el corazón de los hombres.
 
Pues bien, en la historia de la Iglesia nos es dado observar que sucede todo cuanto aconteció en la historia de Jesús: María ha estado sensiblemente, visiblemente, presente en las horas más angustiosas y oscuras para la fe y ha sido siempre la aurora de las jornadas triunfales. María no cesa de estar presente y de actuar en el continuo Pentecostés, que es el gobierno espiritual de las almas y la obra del magisterio. Os puedo garantizar, mis queridos amigos, que en ningún sitio está María tan presente como en Roma, en la Roma augusta que cifra su gloria en la humildad del servicio universal, que vive para todos los hermanos y no conoce otra misión, otra salvación que la de existir para los otros: pro homínibus constitúitur (Heb. V, 1).
 
Sí, desde mis comienzos sacerdotales ha transcurrido mi vida en el humilde servicio del gobierno central y universal de la Iglesia. Pues bien, puedo afirmar aquí con toda seguridad, que la presencia de la Virgen nos asegura que trabajamos en la Iglesia con Jesús.
 
Por esta presencia de María en el transcurso de los siglos, las victorias, los laureles, las glorias de los triunfos logrados por la Iglesia, los ha atribuido frecuentemente Roma a María, al poder de su intercesión, «terríbilis ut castrórum ácies ordináta: temible como un ejército en orden de batalla». Y, con Roma, toda la Iglesia, desde los primeros siglos ha enjoyado aquella corona que sobre su cabeza vio Juan «in cápite ejus córona stellárum: sobre su cabeza una corona de estrellas» (Apoc. XII, 1)
  
Me permitréis, pues, a vuelo de pájaro, algún ejemplo, sin que yo insista, sin embargo, más de lo necesario. Me dirijo a almas cristianas que no ignoran las etapas de la verdad en el mundo, casi otras tantas estaciones de un Via crucis: Saben cómo vivió Jesús en su época, saben cómo Jesús ha vivido en el secreto de las almas. Saben cómo ha vivido durante siglos en su Iglesia.
  
I. La era pagana
Entre la idolatría y la crueldad, el mundo pagano no hubiese admitido nunca la castidad, la pureza. Piénsese, pues, ahora lo que significaba para los paganos, en un tema de tanta importancia, la virginidad de María y su maternidad virginal.
 
Para el paganismo, para el cual la cruz de Cristo era insensatez, "géntibus autem stultítia" (I Cor. I, 23), la virginidad, unida a la maternidad divina de María, era tema de irrisión y desprecio: y, en la batalla contra el cristianismo, el rencor pagano asociaba a María en su odio contra Jesús, mientras, por el contrario, los primeros apologistas, a los esplendores de la divinidad de Jesús, asociaban los esplendores de la gracia en María, y las primeras victorias de la verdad cristiana fueron logradas a la luz de este refulgente binomio: Jesús anunciaba a María y María anunciaba a Jesús.
  
Interviene en la lucha la literatura judaica de los primeros tiempos, y María es combatida con calumlas: hiriendo a la Madre se quiere herir al Hijo.
  
Viceversa, en ciertos gnósticos, por quienes Jesús llamado «Hijo de María», se disminuye la importancia de la Redención, anulando, o poco menos, la encarnación y, de aquí, reduciendo a simulacro la maternidad de María. Marcion tendrá en Nestorio un sucesor de estas ideas, el cual deducirá de tales principios consecuencias extremas.
 
Entre tanta lucha, la intervención de María en defennsa de la Iglesia, tiene su primer testigo en el Apóstol del amor, en aquel que escribió, en su Evangelio, accépit eam discípulis in sua (Jo. XIX, 27). Aquel Apóstol que, con potente vuelo de águila, redactó las últimas palabras de la revelación escrita y narró la primera aparición de María después de su Asunción al cielo y su coronación. Si, la primera aparición de María fue atestiguada y descrita por el Apóstol que pudo llamarla el primero madre suya, por una investidura conferida a él, y en él a nosotros, por Jesús.
 
Pues bien, preguntémonos en qué forma vio a la Virgen el Apóstol predilecto de Jesús, cuando se le areció en visión. Vivió junto a Ella, día a día, hasta el último momento; él conocía su rostro, como se conoce el rostro de una madre.
 
He aquí, pues, sus inspiradas palabras: «y un gran prodigio fue visto en el cielo: una mujer vestida de sol, con la luna bajo sus pies y sobre su cabeza una corona de doce estrellas» (Apoc. XII, I).
  
Y esta visión es completada por la descripción simbólolica de la maravillosa victoria de la Iglesia, representada en María, sobre el dragón infernal. Ciertamente de este modo lo explicó Juan a su discípulo Policarpo, Obispo de Esmirna, muerto alrededor del 156 D. C. Y creo que Ireneo, oriundo de Esmirna, al igual que Policarpo, recibió del discípulo de Juan esas informaciones sobre la Virgen, junto con su contemporáneo San Justino, muerto en el 165, uno de los primeros testigos de la misión victoriosa de la nueva Eva en la Iglesia de Cristo.
  
La antigua Eva, engañada y derrotada por el ángel prevaricador, es opuesta a la nueva Eva, saludada por el Ángel de la Anunciación, vencedora del infierno y portadora de ta salvación al darnos a su divino Hijo. Este animador relato pasa de Policarpo a Ireneo, quien visitó a los discípulos de los Apóstoles en Asia, y trajo el mensaje mariano de fe, de salvación y de victoria a Lyon, a toda Francia y, después, a todo el mundo.
  
«Eva -escribía Ireneo- fue seducida por la palabra de un ángel hasta huir de Dios, y de sus mandamientos; María acoge la palabra del Ángel y recibe a Dios en su seno. Una había desobedecido a Dios la otra lo obedeció: el género humano fue perdido por una virgen y por una Virgen fue salvado».
 
Este mensaje era eco de aquel que Justino hizo resonar en Roma, recogiéndolo los adoradores de Dios en las profundidad de las catacumbas, donde aparece, al culto de los fieles, la primera imagen de María asociada al Divino Hijo. Cuántos mártires, antes de ir a recibir la corona de la victoria al Coliseo, habrán fijado los ojos con fe en aquella imagen que está todavía para atestiguar -y atestiguará por los siglos de los siglos- en quien tuvieron fe y confianza los héroes de las primeras generaciones cristianas, cuya sangre fue semilla de las futuras generaciones del cristianismo, vencedor de todos los perseguidores como de todos los herejes.
  
Con tal estado de espíritu se alcanzó en Éfeso aquella solemne manifestación de alegría que, en un mar de luz y de llamas, solemnizó el triunfo de la verdad en el nombre de María, Madre de Dios. En Éfeso,en nombre de María y por su divina Maternidad, fue derrotada una las herejías más peligrosas y graves.
  
II Los Bárbaros
Poco después, la violencia personificada en los Bárbaros hizo atravesar a la Iglesia largos siglos de dolorosa tristeza. Es la dura consecuencia de la Edad de Hierro: todo es destruido, todo arrasado, todo queda envuelto en la oscuridad y en las tinieblas. ¡Pero la Roma cristiana conquista a sus conquistadores!
 
Se ha celebrado tanto la victoria de Atenas sobre sus conquistadores romanos: Grǽcia capta ferum víctorem cœpit et artes íntulit agrésti Látio: y sin embargo, cuánto más bella y ventajosa ha sido para todo el universo la victoria de la Roma cristiana sobre los Bárbaros, sus vencedores.
  
¿Y cuál fue la parte de María, en este acontecimiento? Preguntad al arte, a la poesía, a la teología, a la liturgia. Todos dan fe del influjo que tuvo María en esta gloriosa victoria de la luz cristiana sobre las tinieblas de aquellos tiempos. Y, de hecho, uno de los factores más poderosos de este triunfo del espíritu sobre la fuerza bruta, es, sin temor a errar, la dulce atracción que ejercía, en aquellos rudos pueblos, la Virgen santa, con el esplendor de su gracia y de su virtud, con su ternura maternal y su encantadora belleza sobrehumana.

Para aquellos pueblos, que consideraban a la mujer por debajo de las cosas humanas, la grandeza espiritual y sobrenatural de María hizo el efecto de un rayo luminoso suficientemente fuerte para iluminar tan densas tinieblas.
 
La poderosa fuerza de la gracia de Cristo, obtenida por medio de la intercesión de María, y distribuida a través de su dulce atracción, se ha derramado, ciertamente con sobreabundancia, en los surcos trazados por las invasiones bárbaras, y grande ha debido ser el reconocimiento de los pueblos. De hecho, apenas Europa empieza a poner los cimientos del orden cristiano, se ven surgir por doquier aquellos magníficos templos que cantarán, por siglos y siglos, la grandeza de María. Estos pueblos, que destruyeron en Roma el templo pagano de Minerva, lo reconstruyeron con sus propias manos, para consagrarlo a María, Reina de los Mártires: Sancta María supra Minérvam.
 
La devoción a María ennoblece a estos neófitos, y el furor guerrero de estas razas rudas y fuertes se pone al servicio de las cruzadas, para la obtención de una victoria de la Cristiandad contra las fuerzas del Islam. Cuando los cruzados alcanzan Jerusalén, prorrumpen en el canto de la Salve Regína. Contemporáneamente, la Virgen daba a su Iglesia una gran victoria en la persona de un heroico pastor y fiel servidor, el Papa San Gregorio VII, el cual desligó a la Iglesia de los vínculos con los que, poco a poco, había sido envuelta.
  
En el dintel del segundo milenio cristiano, este Pontífice no se limita a levantar, sobre los divinos fundamentos de la Iglesia, la potente arquitectura del derecho, sino que arranca también a la Esposa de Cristo de las garras de los Césares; vuelve al clero a la vida pura y pobre, impone a los frailes la fidelidad a Roma, recuerda a los príncipes que ellos, cristianos como los demás, tienen también el deber de ser los mejores. Por primera vez, organiza la red de los representantes de Roma para proteger, en los diversos países, la independencia religiosa de los fieles, de los sacerdotes y de la Iglesia. Sus cartas nos lo muestran digno de César y de Agustín. Pero, especialmente, revelan su alma devota de la Virgen. Sus biógrafos nos lo describen arrodillado ante una de las imágenes más populares de .la Virgen en Roma, rezando como un simple creyente. En el nombre de María, pues, y en el nombre de la Iglesia romana, este genio admirable abre el segundo milenio de la historia cristiana.
 
III La Edad Media
Las nuevas herejías no tienen ya por objeto el dogma de la Trinidad. Ya no estamos en la época de los grandes cismas: los errores de estos períodos se limitan a la vida mística o a la vida eclesiástica. Pero es la época de herejías llenas de acrimonia que preludian el protestantismo, el cual viene a ser su lógica conclusión.
  
Contra estos errores se abren camino las nuevas devociones, no en su sustancia, sino en su tono: primeramente, en el siglo XII, se afirma la devoción a la humanidad de Cristo; después, en el XIII, la gran devoción eucarística y, finalmente, en el XIV, la de la Pasión de Jesús. Estas tres devociones dan un nuevo esplendor a la devoción mariana. El Stabat Mater es precisamente de esta época.
 
En el nombre de María, se edifican las grandes catedrales y nacen las grandes iniciativas. En el nombre de María y bajo su patrocinio, se fundan diversas órdenes religiosas, que son las nuevas escuadras de la Iglesia en la lucha contra la herejía y por la paz del universo cristiano. En el vértice de la «Divina Comedia» y en la portada de los Cantos del Petrarca, resplandece la gloria de María, como resplandece en las catedrales de Italia, de España, de Inglaterra y de Alemania.
 
Y también en Francia se inicia el período de las grandes catedrales marianas, de Notre Dame de París a Notre Dame de Chartres y muchas más. Son santuarios que han desafiado los siglos como símbolo de paz interior y como hogares de reposo espiritual en medio de las luchas y de los tormentos de la vida. Todavía hoy, quien quiera hallar la más bella juventud de Francia, la encontrará peregrina en los caminos que desde París conducen a Chartres.
  
Por méritos de María, los movimientos anárquicos de la pobreza y de la rebelión, no quebrantaron la disciplina de la Iglesia; los nuevos nacionalismos, aun cuando conquistaron a mucho clero y produjeron el Cisma de Occidente, no derrotaron a Roma, más bien dividieron la Iglesia, arrebatándole gran parte de Alemania e Inglaterra, pero no consiguieron quitarle el vigor y el honor de la unidad. Los católicos continuaron fieles a la Iglesia, permaneciendo fieles a María, su Madre: y es Ella la que conservó a sus hijos devotos en el seno de su Madre, la Iglesia.
  
IV. El siglo XVI
Es una ley ineludible: donde se ha conservado la devoción a la Madre, el Hijo ha permanecido presente con Ella, y su Vicario ha continuado siendo garantizador de la unidad del Cuerpo Místico.
 
El protestantismo no deja ningún lugar a la Virgen. Pero, por esto mismo, suprimiendo el altar de la Madre, suprime el altar del Hijo. Al refutar la obediencia al Vicario de Cristo, los protestantes se han dispersado como las ovejas que no oyen la voz del pastor. En vano intentan volver a hallar la unidad fuera de María, de Jesús, presente en la Eucaristía, y del Papa.
 
Contra el protestantismo, que abandonó a Iglesia y a María, quedan las definiciones del Concilio de Trento, pero al éxito de éste no fue ciertamente ajena la Inmaculada, cuya preservación en la transmisión del pecado original se proclamó, por primera vez, en aquel ínclito Concilio: «Declárat tamen hæc ipsa sancta Synodus non esse suæ; intentiónis comprehendére in hoc decréto, ubi de peccáto origináli ágitur, beátam et inmmaculátam Vírginem Dei Genitrícem» (Sessio V., 17-VI-1546. Decrétum super Peccátum originále, Denz.,792).
  
Los turcos acosaban continuamente con sus ataques intentando invadir Europa. Fueron derrotados en la batalla de Lepanto, apoteosis y victoria del Rosario. Fue un éxito del primer Congreso Mariano: así se quiso llamar a aquella masa de combatientes que, agrupados en sus naves, alababan a María y la invocaban por medio del Rosario antes de la suprema lucha.
 
Y estos triunfos de María se renovarían después, en el mismo siglo XVI, en Budapest y Viena.
  
V. Los siglos XVIII y XIX
En tiempos más cercanos a nosotros, se han vivido épocas, no de cismas, como del siglo V al año mil; ni herejías, como del año mil al siglo XVI; sino tiempos de incredulidad pública, como no había conocido antes el mundo desde el nacimiento de Cristo. Esta incredulidad ha legado a nuestros países un neopaganismo tanto más grave cuanto que se trata de rechazar la fe por parte de apostatas y renegados.
 
No obstante, al enemigo que en Budapest intentara el supremo esfuerzo y fue confundido, gracias a la intervención de María, le ha sucedido un enemigo muy distinto. Su imperio es el más potente de los que jamás han existido; su fuerza iguala a su ferocidad y su capacidad en el mal iguala a su capacidad de resistencia. ¿Deberemos, pues, desesperar nosotros, de aquella que invocamos bajo el título de «Auxilio de los cristianos»?
 
¿Se desesperó la Iglesia, cuando sobre el altar de Notre Dame, en el lugar de la invicta Reina de los cielos y de la tierra, colocaron el ludibrio de la llamada «Diosa Razón»? ¡No! Confiaron los fieles en María. La invocaron; en Ella confió Pío VII en Savona; a Ella invocó la Iglesia toda y la voz de la Esposa de Cristo fue oída por María que vino en su auxilio: y, en París, Catalina Labouré tomaba en custodia la fianza de tantas gracias que no tardarían en llover sobre la tierra; y, en Lourdes, Bernardita Soubirous, extasiada ante las visiones de la Inmaculada, abría, bajo su mandato, aquel simbólico manantial de gracias y de milagros que han señalado tantos triunfos del poder de María, no sólo sobre los males físicos, sino en especial, y de un modo luminoso, sobre la incredulidad, el escepticismo y la soberbia de los sabios infatuados por la ciencia terrena.
  
VI. María en los tiempos actuales
Ahora bien, también en la Iglesia de hoy la Madre está presente; María está igual que en las bodas de Caná. La ha llamado a grandes voces el Pontífice, con la promulgación del dogma de la Asunción; a grandes voces la llaman los fieles, con las innumerables devociones; los teólogos, con nuevos estudios de teología mariana que ni tan sólo el siglo XVII conoció iguales. Las apariciones de a Virgen, que en el segundo milenio cristiano han poblado las tierras católicas de santuarios, a cual más frecuentados y milagrosos, han conocido en nuestros días momentos de esplendor nunca alcanzados; y Lourdes es hoy capital de oración y de gracia. Sin ninguna duda, la Virgen se halla entre nosotros. La hemos invitado a nuestra pobre mesa, a nuestra pobre casa, a nuestros gobiernos y a nuestras oficinas; nuestras escuelas y nuestros despachos; a nuestros Bancos y tiendas.
 
La sociedad moderna es socavada por una fiebre de renovación que da miedo y está infectada de hombres que se valen de nuestros sufrimientos para construir el imperio de su arbitrariedad, la tiranía de sus vicios, el nido de las lujurias y las rapiñas. Nunca el mal ha tomado características tan vastas y apocalípticas, nunca se había conocido parecido peligro. De un momento a otro podemos no sólo perder la vida, sino toda la civilización y toda esperanza, el presente como el futuro: no la riqueza, sino la raíz misma de la existencia en común.
 
La atómica crea un desierto menos atroz que aquel que la imperante doctrina de una sociedad sin Dios ha creado: es un Sahara del Espíritu, más que un Sahara material. Las nuevas armas pueden pulverizarnos porque nos están pulverizando las nuevas doctrinas. Sí, porque a las aberraciones de la ciencia profana negadora de Dios, se unen las de nuestro campo. Hoy, como en los días de las grandes herejías, una fácil ciencia de medianías, que se valen de la doctrina para otros fines, o sea, para la vanidad, y no sienten para la ciencia de las cosas sagradas la necesaria reverencia y veneración; tal ciencia de medianías (porque los verdaderos sabios, los grandes sabios, raramente se opusieron al magisterio de la Iglesia), una ciencia fácil de medianías ha intentado reducir a tiempo la eternidad; a natural lo sobrenatural; a humano esfuerzo, la gracia; a Dios, en hombre.
 
Y si la Madre de Dios no vuelve también hoy a mostrarnos a Jesús, aunque sea en su humana humildad, ¿cómo no temer 1as consecuencias de tantos errores y de tantos horrores? Algo tremendo se cierne sobre nuestras cabezas, 1a niebla se espesa cada día de peor forma; vamos tras de preocupaciones siempre más tremendas. ¿Qué será de nosotros? ¿De quién, pues, debemos aguardar la salvación? No, con toda seguridad, de quienes gobiernan a los pueblos. Experimentamos la verdad de la advertencia divina: Nólite speráre in princípibus, in fíliis hóminum, in quibus non est salus. Su locura e impotencia es demostrada por el hecho que de unos cuarenta años acá, no obstante sus esfuerzos para contenerla, la mancha roja de sangre y de tiranía que inició la opresión del hombre y su espíritu, de los individuos y las naciones, se ha ido siempre ensanchando y amenaza la más mínima reliquia de libertad y de dignidad humanas del mundo entero. Y parece que ni tan sólo el Señor quiera escucharnos y que adopte el mismo sueño que hizo pronunciar al profeta: Exsúrge quare obdórmis, Dómine? e hizo brotar una desolada exclamación a los Apóstoles en la barca zarandeada por la tormenta.
 
Parece que a nosotros también nos dijera el Señor nondum venit hora mea (Jo. II, 4), pero la Inmaculada, la Madre de Dios, la Virgen, que es imagen y tutela de la Iglesia, Ella nos ha dado ya, en Caná de Galilea, la prueba de saber y de poder obtener el anticipo de la hora de Dios.
 
Y nosotros tenemos necesidad de que esta hora llegue, venga anticipada, venga cumplida inmediatamente, porque casi podemos decir: «¡Oh, Madre, nosotros ya no resistimos más!»
 
Tengamos confianza: Lourdes nos asegura que María está presente, no sólo como la aparición ultraterrena de que habla el Apocalipsis, como la mujer vestida de sol y coronada de estrellas, sino también como la humilde María que en la humilde casa de Caná anticipó la hora divina. Por nuestros pecados merecemos los últimos destrozos, las más despiadadas ejecuciones. Hemos echado a su Hijo de las escuelas y de las oficinas, de las ciudades y del campo, de las calles y de los hogares. Lo hemos echado de las mismas iglesias. Lo hemos echado, arrojado del corazón de tantos hombres; y cuando no hemos podido arrojarlo del corazón de un hombre, lo hemos matado a Él mismo: Nólumus hunc regnáre super nos (Lc. XIX, 14). Entre Barrabás y Jesús, Barábbam an Jesum, hemos escogido a Barrabás: non hunc, sed Barábbam (Mt. XXVII, 21). Entre el Señor del universo y Barrabás -erat autem Barábbas latro- hemos preferido a Barrabás. Es, en verdad, la hora de Barrabás, como dijo hace cuarenta años un pobre y gran escritor italiano. A pesar de ello, confiados en María, sintamos que es la hora de Jesús, la hora de la redención. Ninguna hora está más próxima a la de la resurrección que aquella de crucifixión. Triunfa Barrabás, es verdad, sentado en el trono; pero Jesús pende de la cruz, en la carne de tantos mártires, de tantos torturados, de tantos deportados; y en el espíritu de tantos oprimidos y apenados. Nunca tantas cruces de cristianos se han levantado en este único jardín de Nerón en que se va convirtiendo el mundo: quema Nerón otra vez su ciudad y da la culpa a los ciudadanos de la ciudad de Dios.
 
María, Madre del amor y del dolor, Madre de Belén y del Calvario, Madre de Nazaret y de Caná, intervenga por nosotros, acelere la hora divina. El mundo necesita del vino exprimido de aquella vid que es el mismo Jesús, nacido de María: Ego sum vitis, dijo (Jo. XV, 5), Ego Sum vitis vera: el vino de esta vid, queremos nosotros. Diga María, como en Caná: Vinum non habent; y dígalo con el mismo poder de intercesión, y si Él vacila, si rehúsa, venza su vacilación como vence, por piedad materna, nuestra indignidad. Sea Madre piadosa para nosotros, Madre imperiosa para Él. Acelere su hora, que es nuestra hora. No resistimos más, oh María. La humana generación perece si no intercedes. Habla por nosotros, oh silenciosa, habla por nosotros, ¡oh María!

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